domingo, 28 de agosto de 2016

Barcos de vapor en “El amor en los tiempos del cólera”.

Barcos de vapor, con la pala en la parte trasera, dejando libre las bordas laterales, empezaron a navegar el gran río Magdalena, en Colombia, en el siglo XIX. El Magdalena es un río vertebrador que unía riberas a mucha distancia, que proporcionaba el tránsito de pasajeros y de mercancías, que enlazaba con estaciones de tren para continuar viaje. Gabriel García Márquez, en su libro “El amor en los tiempos del cólera” nos acerca a este río y nos cuenta sus impresiones a través de uno de los protagonistas de su novela, Fernandino Ariza. 


Desde la borda del buque, mirando a la orilla “viendo los caimanes inmóviles asoleándose en los playones con las fauces abiertas para atrapar mariposas, viendo las bandadas de garzas asustadas que se alzaban de pronto en los pantanos, los manatíes que amamantaban sus crías con sus grandes tetas maternales y sorprendían a los pasajeros con sus llantos de mujer”.


La literatura nos transporta por mundos dispares, por sensaciones que quizá no hemos conocido ni conoceremos,  narra percepciones de otras épocas, sentimientos que no volverán a repetirse por sus protagonistas en ese espacio que ocupan en la narración de un libro y, después, en la imaginación de tantos que somos sus testigos sin habérnoslo propuesto inicialmente.

A través de García Márquez admiramos estas embarcaciones a vapor que el propio Gabriel nos describe como “una casa flotante de dos pisos de madera sobre un casco de hierro, ancho y plano, con un calado máximo de cinco pies que le permitía sortear mejor los fondos variables del río. Los buques más antiguos habían sido fabricados en Cincinnati a mediados del siglo, con el modelo legendario de los que hacían el tráfico del Ohio y el Mississippi, y tenían a cada lado una rueda de propulsión movida por una caldera de leña.  


Como estos, los buques de la Compañía Fluvial del Caribe tenían en la cubierta inferior, casi a ras del agua, las máquinas de vapor y las cocinas, y los grandes corrales de gallinero donde las tripulaciones colgaban sus hamacas, entrecruzadas a distintos niveles. Tenían en el piso superior la cabina de mando, los camarotes del capitán y sus oficiales, y una sala de recreo y un comedor, donde los pasajeros notables eran invitados por lo menos una vez a cenar y a jugar a las barajas. En el piso intermedio tenían seis camarotes de primera clase a ambos lados de un pasadizo que servía de comedor común, y en la proa una sala de estar abierta sobre el río con barandales de madera bordada y pilares de hierro, donde colgaban de noche sus hamacas los pasajeros del montón. Pero a diferencia de los más antiguos, estos buques no tenían las paletas de propulsión a los lados, sino una enorme rueda en la popa con paletas horizontales debajo de los excusados sofocantes de la cubierta de pasajeros”. 

En enero de 1824, diecinueve años después de la invención del primer buque de vapor por John Fulton, de EEUU, el Comodoro alemán Juan Bernardo Elbers Jaeger, por medio de un privilegio otorgado por el Congreso de Colombia, introdujo el primer barco de vapor en el río Magdalena, siendo el pionero en esta forma de transporte en Latinoamérica. 

Elbers fue abastecedor de armas en el periodo previo a la descolonización y conocía personalmente a Simón Bolívar lo que le permitió conseguir ese monopolio. El año anterior, Elbers trajo de EEUU el barco Fidelity que, después de cruzar Bocas de Ceniza, tuvo que retirarlo del servicio por su gran calado. Posteriormente, trajo de los astilleros de Norfolk el buque llamado Francisco de Paula Santander. Este barco consumía leña como combustible, su calado no tenía más de pie y medio y transportaba hasta 240 cargas. Sin embargo, este buque tuvo varadas frecuentes cuando el río tenía poco caudal. Elbers insistió y se trajo de los astilleros americanos el buque denominado el Gran Bolívar. Elbers materializa así una historia de perseverancia llena de fracasos hasta conseguir el éxito: tener una flota de vapores que recorrieron el río Magdalena. 

El tiempo pasa y también pasó en las riberas del río Magdalena cambiando el paisaje porque el combustible que necesitaban los barcos de vapor era leña y la conseguían de los bosques que bordeaban el río. García Márquez nos los escribe con cierta amargura:  “Navegaban muy despacio, por un río sin orillas, que se dispersaba entre playones, áridos hasta el horizonte. Pero al contrario de las aguas turbias de la desembocadura, aquellas eran lentas y diáfanas, y tenían un resplandor de metal bajo el sol despiadado. 

Fermina Daza tuvo la impresión que era un delta poblado de islas de arena. – En lo poco que nos va quedando del río – le dijo el capitán. Florentino Ariza, en efecto, estaba sorprendido de los cambios, y lo estaría más al día siguiente, cuando la navegación se hizo más difícil, y se dio cuenta de que el río padre de La Magdalena, uno de los más grandes del mundo, era sólo una ilusión de la memoria. El capitán Samaritano les explicó cómo la desforestación irracional había acabado con el río en cincuenta años. Las calderas de los buques habían devorado la selva enmarañada de árboles colosales”.

El río Magdalena, con 1.540 km, es el cauce fluvial colombiano de mayor extensión. Es navegable desde su desembocadura en el mar Caribe hasta Honda. Su deforestación causa aluviones que reducen su navegabilidad. Entonces como hoy necesita de un mayor cuidado medio ambiental y una reforestación urgente, pero esta es otra historia que se escapa de este artículo.


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